Cuando nos hacemos preguntas elementales y necesarias para (y de) una democracia como “¿quién es el Presidente de tal país?” o ¿cuándo va a haber elecciones? y no tenemos respuesta, lamentablemente estamos transitando una crisis política e institucional.
Cuando el comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas sugiere al Presidente de turno renunciar a su mandato y este lo hace menos de tres horas después, estamos ante un golpe de Estado.
Tras un golpe de Estado ejecutado sobre la Presidencia de Evo Morales Ayma, el Estado Plurinacional de Bolivia transita una crisis política e institucional profundizada y evidenciada tras las elecciones generales del domingo 20 de octubre.
En el día de ayer, y tal como él mismo se encargara de resaltar, tras trece años, nueve meses y 18 días, Evo dejó de ser el Presidente de Bolivia.
Junto a su renuncia y la del Vicepresidente Álvaro García Linera, la fuga de una mayúscula parte de su Gabinete y espacio político (MAS), que deja en mayúscula y negrita el interrogante de saber quién preside el país con un durísimo signo de interrogación.
Porque por un lado la Constitución plantea en su artículo 169 que “en caso de impedimento o ausencia definitiva del presidente del Estado, será reemplazado en el cargo por el vicepresidente y, a falta de éste, por la presidenta del Senado, y a falta de ésta por el presidente de la Cámara de Diputados. En este último caso, se convocarán nuevas elecciones en el plazo máximo de noventa días”.
Pero ni el Presidente ni su vice, ni la encargada del Senado (Adriana Salvatierra) o el o Diputados (Rolando Borda) están, por lo cual se encargaría la tarea a los dos vicepresidentes de ambas cámaras legislativas, sabiendo que si ninguno acepta el cargo, puede asumir el decano de los senadores o diputados, es decir, el más mayor de ellos, hasta que alguno de los 166 parlamentarios asuma.
Pero sabemos que el tránsito entre la Constitución y la realidad quedó interrumpido hace rato por lo que esta explicación solo le da tintes de formalidad a una situación que ya dejó de serlo.
Pierde peso y empatía con la democracia explicar cómo se llegó a este escenario, pero, al menos a modo de breve recapitulación, allá vamos.
20 de octubre y mientras nosotros estamos atentos al segundo debate presidencial, Bolivia va a las urnas. En la novena elección desde que el país recuperó su democracia en 1982, lo que se esperaba saber esa noche (si Evo Morales le sacaría a Carlos Mesa los 10 puntos de diferencia para ganar en primera vuelta o habría que esperar a un un ballotage programado para el 15 de diciembre) tardó cuatro días.
A un proceso electoral viciado de ilegitimidad por la nueva candidatura del Presidente, la falta de celeridad en la transmisión de los resultados fue el detonante para que la oposición (que igualmente ya lo venía haciendo previo a ese domingo) estallara al grito de fraude.
Entonces: Evo gana (o dice que) las elecciones en primera vuelta , la oposición desconoce los resultados y llama a movilizarse exigiendo, al menos en primer término, un nuevo comicio. La estructura partidaria del Gobierno reacciona con contramarchas de los propios, decantando en la parálisis parcial y luego total del país.
Pero a este inicial reclamo sostenido desde la oposición encabezada por el ex Presidente Carlos Mesa, se le superpuso la de Fernando Camacho, presidente del comité cívico por Santa Cruz de la Sierra y viva imagen de la derecha rancia, radical y golpista de una estructura política boliviana que de eso conoce y mucho.
Ensanchado desde el pulso mediático, para comienzos de mes el cruceño emerge como la figura que llamando al Ejército y a la Policía a ponerse del lado de la gente, exige la renuncia de Evo Morales a la presidencia del país.
Como suele suceder en estos eventos, la escalada posterior fue fenomenal: el día viernes tres unidades policiales se amotinaron en los departamentos de Cochabamba, Sucre y Santa Cruz al tiempo que algunos lentes captan la “fraternidad” entre policías y opositores.
Con las palabras todavía frescas de Williams Kaliman, comandante de las Fuerzas Armadas, quien el día sábado afirmó que no se enfrentarían con el pueblo y con la recomendación auspiciada por la OEA de anular los comicios, Evo desestima la intervención militar en las movilizaciones y llama a nuevas elecciones.
Pero con Mesa como mensajero, la oposición rechaza este pedido por considerar que la candidatura de Morales no puede suceder. En horas nomás, el mismo Kaliman, el del párrafo anterior, “sugiere” a Evo que renuncia a su mandato presidencial. Prontamente, el mandatario tomó nota de esto. El golpe se había consumado.
Decía que pierde empatía con la democracia hablar de cómo se llegó hasta acá. Esto no supone desconocer que el desgaste de casi catorce años, el pisoteo del referéndum (21-F) que imposibilitaba su candidatura o la falta de renovación en las primeras líneas de su partido no prestan importancia, pero nunca esas variables pueden sobreponerse a la ininterrumpida y creciente militarización que Latinoamérica transita.
A los ensayos de administración de crisis que Lenín Moreno en Ecuador o Sebastián Piñera en Chile buscan construir ante una región con experiencia de sobra en el intento de hacer aceptable la intervención de los militares en la resolución de los distintos problemas de una sociedad, a tal punto que se termine normalizando.
En el día de ayer Bolivia dejó de ser un modelo de país para sumarse con algunas atribuciones dispersas en la región (golpes de Estado, militarización, violaciones a los derechos humanos, polarización, etc) como otro caso de una América Latina que transita su peor momento desde la transición democrática consolidada en la década de 1980.